
De
MéxicoImagina esto: llegas a Cocuna Hotel Boutique en La Manzanilla, con el calor escurriendo por tu ropa y el rumor del mar como única bienvenida. Pero al cruzar la entrada, el paisaje cambia: el acceso al lugar en remodelación, trabajadores moviendo piedras, pero amables, te invitan a sortear la entrada en la que estan trabajando. Detalles! No es el postcard que esperabas, y por un segundo sientes ese pinchazo de decepción sin darte la oportunidad de respirar y abrir bien los ojos. Entonces aparece Juan Pablo, el dueño. Joven, cálido, que descansaba en una hamaca mientras sus trabajadores cantan mientras trabajan. Una sonrisa que no pide perdón, sino que lo ofrece. “Disculpa el desorden”, dice mientras toma tu maleta sin darte tiempo a protestar. Sube las escaleras contigo, abre la puerta de tu habitación y, de pronto, todo encaja: limpia, impecable, exactamente como la reservaste. El contraste te golpea, adentro hay paz. Te invita al bar de la playa “te invito una chela”, y aunque la oferta es generosa, vas más por el antojo que por la cortesía. Al llegar, descubres la verdad: él y su novia son todo el staff. Bar, cocina, recepción. Dos personas sosteniendo un hotel entero con las manos y el corazón. No pasan quince minutos antes de que la charla fluya como el mar: risas, anécdotas, el olor a especias y música. Ahí entiendes el alma de Cocuna: no es un hotel, es un proyecto vivo, de familia, orgánico, lindo en su forma pero perfecto en su intención. Juan Pablo no solo te sirve una cerveza; te sirve su visión. Te cuenta cómo eligió cada detalle, cómo la carta es breve porque prefiere hacer poco y hacerlo bien, cómo el noodle lleva un toque de... Los días siguientes regresas al bar no por obligación, sino por ganas. Cenas, pruebas, compartes una mesa con gente que ya lo quieren como a un hermano.